camarote

Publicado en por rottenmind

 

 CRONICAS

  Sucias y tristes

                                                          

 

Con la vista perdida en el montuoso horizonte marrón de los tejados, divisa apenas el cabrilleó del sol en las aguas del Tiber y el lago Trasimeno que rodean a la ciudad y examina sin ver los desleídos tonos pastel de los edificios varias veces centenarios, deteniéndose sobre las torres y cúpulas de la iglesia de San Pietro y del Palazzo dei Priori. Profundamente deprimida, Laura analiza desesperanzada su situación adolescente y mastica la certeza impotente de saberse tan sin importancia para sus padres.

Es como si aquellos aceptaran la responsabilidad de esta hija que llegó demasiado tarde a sus vidas pero sin poner en uno sólo de sus actos más amor que el que las convenciones sociales recomiendan.

Científicos los dos, casados con su profesión desde antes del matrimonio consumado en la madurez, recibieron a esa hija no deseada con disgusto no disimulado. Irónicamente, casi como una burla de la naturaleza a la experta cirujana, cuando su madre se dio cuenta del embarazo, atípico y casi imposible por la edad, ya nada podía hacer para evitarlo, especialmente en un país donde cualquier atisbo contra la natalidad es mirado como un pecado mayor y ella vino a trastocar la vida organizadamente aséptica de ambos médicos. 

Al cuidado de un ama cancerbero hasta los siete años, fue inscripta en un exclusivo colegio suizo y allí pasó gran parte de su infancia, salvo los forzados veranos en la Costa Azul, donde sus padres competían con otros en la exhibición de las virtudes físicas e intelectuales de aquellos hijos, criados y educados por terceros. La ponderación pública de esos niños a los que sólo veían unos pocos días al año parecía elevarles su auto estima y, al finalizar las vacaciones, volvían a la rutina de su trabajo con la soberbia de quien ha dejado jirones de su vida cuidando duramente a la familia. 

 

Antes de terminar la escuela primaria, sus padres decidieron divorciarse, ya que de las causas que justificaran su unión quince años antes ni quedaban vestigios y, si alguna vez había sido algo más que una válvula de escape sexual y profesional, sus restos estaban escondidos a la sombra del instrumental quirúrgico o debajo de una platina de microscopio. Cirujanos los dos, competían en operaciones magistrales hasta el punto de llegar a odiarse.  

Egocéntricos y orgullosos, incapaces de elaborar la tolerancia necesaria que posibilita la convivencia cotidiana, su madre aceptó el cargo de jefa de cirugía en un sanatorio en Milán y su padre, nacido en Perugia, recibido allí con el grado de "Laurea" en la Universitá degli Studi,  fue invitado a retornar a ella con el grado de Rector.

Aunque acaudalados, cuando la justicia obligó a su madre a la tenencia no solicitada de Laura, esta decidió que ya bastaba con esa petulante fijación por figurar de su marido - o ex marido - y buscó en la misma ciudad de Milán, un colegio privado donde la niña pudiera permanecer de lunes a viernes, lo que la eximía de cumplir con una función para la que no estaba dotada ni deseaba estarlo a su edad.

Los fines de semana, la niña, que ya había dejado de serlo a los trece años, prácticamente vivía en el Club Campestre, donde hacía deportes, comía y concurría a fiestas que algunas amigas hacían en salones del mismo.

Cada treinta días y por un arreglo especial con la directora del Colegio, pasaba cuatro con su padre, al que sí le gustaba presumir de la belleza de su hija y recorría con ella los mejores paseos, restaurantes y confiterías de Perugia, una ciudad provinciana de apenas ciento cincuenta mil habitantes. 

Laura había terminado por asumir que para sus padres siempre había sido como una piedra en el zapato y la deferente atención que desde hacía tres años tenía su padre para con ella era una estudiada táctica de imagen que ejecutaba con la perfección de un proxeneta, exhibiendo con astucia ante autoridades de la Universidad, acaudalados pacientes y otros que lo eran potencialmente, la hermosa mujer en que se estaba convirtiendo su hija. Sabiendo que muchos de ellos posaban sus ojos en la jovencita con más lubricidad que amabilidad, se encargaba de alimentar esos apetitos alabando las condiciones lingüísticas de su hija, que manejaba con fluidez cuatro idiomas o sus logros deportivos en el tenis y la natación, lo que aumentaba la impotencia de la niña que se sentía tan esclavizada y puesta en subasta como cualquier mujer oriental.

El esperaba ilusionado que alguno de aquellos, cualquiera de los cuales podría comprar su futuro y envolverlo para regalo, tuviera finalmente el atrevimiento de hacer algo "non santo" con su hija y así salvarse definitivamente en lo económico.

Por parte de su madre era imposible que consiguiera más de lo que había logrado y estaba segura de que al cumplir la mayoría de edad, libre ya del compromiso judicial que la ataba a ella, aquella la despediría con cajas destempladas y sólo la codicia de su padre podía asegurarle un futuro estable. 

 

Mientras prepara la maleta llama por teléfono a su madre, dejando en el contestador el mensaje de que, por un inconveniente que habían tenido con el coche al volver de una finca en el campo, no regresaría en el tren con que lo hacía habitualmente sino en el del mediodía, razón por la cual iría directamente al Colegio, sin pasar por su casa hasta el próximo viernes.   

Cuando termina de guardar todo, se desnuda para tomar una ducha y, como viene haciéndolo desde el último año, se sorprende por la evolución constante de sus formas. Sin perder todavía la frescura infantil del rostro, sus facciones se estan delineando delicadamente y en tanto las abundantes cejas y pestañas enmarcan la profundidad de sus ojos grises, la nariz se perfila levemente respingona y los labios, mórbidos y elásticos, convidan al beso.

Tal vez el corte de cabello sea el que la hace más aniñada, pero cuando está fuera del Colegio, ella sabe peinar los cortos rizos dorados en un estilo salvaje, otorgándole una madurez que no tiene pero que sí está adquiriendo su cuerpo.

Todavía se detiene a mirar alucinada el crecimiento aparentemente sin mengua de sus pechos. Sólo un año atrás eran dos pequeñas peritas que ni abultaban en las palmas de sus manos y hoy se ven como dos magníficos conos de carne firme cuyo peso le molesta al hacer deportes, debiendo adoptar corpiños especiales. Su aspecto le agrada por la solidez que los mantiene erguidos, exhibiendo unas aureolas fuertemente rosadas que, coronadas por una profusa granulación en sus bordes, sostienen a los pezones, cortos y gruesos, transmisores de velados mensajes de excitación al rozarlos. 

Con una mueca de disgusto, pasa sus manos sobre el vientre que, levemente combado en una pequeña pancita de bebé, se hunde al llegar al bulto prominente que un vellón dorado comienza a poblar, escondiendo los delgados labios de la vulva juvenil.  La mueca se convierte en una sonrisa de satisfacción al contemplar las torneadas columnas de sus piernas, fortalecidas por el constante ejercicio y con una grácil media vuelta, palmea alegremente su grupa poderosa. Cada día que pasa está más orgullosa de su cuerpo y cada día se tortura por la ambigua situación, casi monacal, que le obligan a vivir sus padres, aislados y lejanos en su egoísmo. 

Nunca ha tenido más que amigos circunstanciales y en el Colegio, la severidad de las monjas coarta toda posibilidad de conversar siquiera con alguna chica de temas que excedan lo estrictamente educativo. Su única aproximación al sexo ha sido al tener su menarca, de la cual su madre se desentendió totalmente, derivándola a una ginecóloga que la atendiera con fría eficiencia para explicarle someramente aquello de las menstruaciones, la ovulación, los períodos fértiles y los que no, esto último inútilmente, ya que jamás había tenido el mínimo contacto con un varón y ni siquiera imaginara para qué, hasta que la doctora se lo explicó.    

Tal vez genes heredados de su padre la hacen coquetear cuando sabe que la observan, presumiendo y aparentando más de los 16 años que realmente tiene. A pesar de eso, nunca ha osado permitir ni permitirse expansiones cariñosas con ninguna persona, ni tampoco ha tenido necesidades físicas al respecto, aun en los bailes del Club, donde algunos muchachos han intentado estrecharla mas allá de lo que la timorata aristocracia local recomienda en su afán de hacerle sentir la dureza viril que portan y que ella ha esquivado con serena amabilidad.

Diciéndose pesarosa que el sexo no es todavía un tema en su vida recoleta y Dios sabe cuando lo será, ya que la amenorrea convierte en azarosos sus periodos, sumiéndola en un estado de permanente angustia por sus apariciones descontroladamente fugaces y profusas o la mantienen en vilo por espacio de meses sin señales ciertas, termina de vestirse y, tras llamar a su padre a la Universidad para despedirse, parte hacia la estación de trenes. 

Tras ubicar el vagón del moderno tren en el que su padre le reserva siempre asiento en un camarote tan aislado acústicamente que ni el golpetear de las ruedas se escucha, busca el número indicado y se instala en él. 

 

Cinco minutos después de partir, pasa el revisor y al comprobar que viaja sola, le recomienda que, si en los próximos quince minutos nadie ha ocupado otros asientos, cierre la puerta con pestillo para evitar la presencia de indeseables que se pasean por los vagones de otras clases molestando a la gente y especialmente a las mujeres solas. Una vez que el inspector se retira, se ensimisma observando por la ventanilla el monótono desfile de postes y casitas cada vez más humildes y, a pesar de la hora, cabecea adormilada. 

Sobresaltándose, ve como la puerta se abre y asoma la cabeza de una mujer, preguntándole si hay alguien más en el camarote. Ante su negativa, la cabeza se retira por unos instantes y luego la mujer ingresa, dejando un pequeño bolso en el maletero.

Acomodándose a su lado, le tiende espontáneamente la mano y se presenta como Angela Inverti, explicándole con una locuaz y superficial solicitud no requerida, que ella en realidad es genovesa pero se hace pasar por florentina para presumir. Su espontaneidad le causa gracia y se congratula que sea esta joven su circunstancial compañera de viaje.

Al examinarla con más detenimiento, cae en la cuenta de que la mujer es decididamente hermosa y no parece realmente una meridional. Su cuerpo elástico y cimbreante se acomoda con soltura dentro del vestido solero de generosas faldas acampanadas que, sin medias, dejan ver la dorada piel de torneadas pantorrillas, mientras que el torso es escasamente cubierto por un escote que retiene apenas la pulposa masa de sus senos.

Absorta en la contemplación de esos gelatinosos pechos, se da cuenta que la joven continúa con su cháchara y sonriendo en forma bobalicona, asiente a todo cuanto oye sin escucharla realmente, subyugada por la belleza de su rostro. Como tomadas de una portada de revista de modas, sus facciones son atrayentes sin ser perfectas, es el conjunto todo el que forma una imagen de irresistible seducción. Sus ojos enormes, profundamente verdes con ciertos chispazos de oro, están sombreados por las largas y espesas pestañas que, exentas de maquillaje alguno, los enmarcan destacando su profundidad y la boca, un cuajarón escarlata de labios mórbidos y maleables que la hipnotizan con su dúctil flexibilidad

 

La fascinación de su alegre conversación no sólo va calmando un cierto recelo que la obligada invasión le produjo, sino que siente como todos los nervios acumulados en los últimos días se van diluyendo para hacerla entrar en una dulce lasitud que el sonsonete de la otra mujer convierte en perpleja expectativa.

Por sus desenfadados modales y firme determinación, va comprobando que la joven ya no lo es tanto y calcula que tiene bastante más allá de los veinte, pero sabe que ella también aparenta más edad y con cierta desfachatada soltura, acepta cuando aquella extrae de su bolso un estuche y la convida con unos delgados cigarrillos confeccionados a mano.

Incapaz de comprender la diferencia entre el tabaco y la marihuana, como inexperta fumadora imita en todo los gestos de Angela, sorbiendo profundamente el humo que, ardiente al principio, parece tapizar su garganta de una aceitosa tersura y, a la tercera aspiración, comienza a sentir como que todo adquiere una dimensión distinta, más amplia y luminosa, mientras que su cabeza semeja ser envuelta por una capa algodonosa y los sonidos parecen amplificarse, reverberantes,  hasta el punto de atontarla.

Contradictoriamente, la voz de Angela es percibida con una claridad tal que su jocosa conversación penetra claramente en su mente y cada una de esas palabras es comprendida en toda su verdadera significación. Fingiendo una experiencia y seguridad que no tiene, se compromete en el diálogo haciéndose eco de los groseros comentarios acerca de la estupidez de los hombres disfrazada de soberbia varonil y, aparentando ser tan ducha como ella en sus contactos con aquellos, adquiere de primera mano información detallada sobre algunas formas de sexo.

Tal vez influida por la marihuana, bebe abundantemente de una petaca de plata repleta de vodka que le alcanza la mujer y cuando el ardiente licor explota en el estómago llenándole los ojos de lágrimas, estalla sin motivo en estruendosas carcajadas por esa reacción intempestiva de sus entrañas. Ahogada por su propia saliva y el humo del porro que no cesa de aspirar, entra en el travieso e infantil juego de manos que le propone la otra joven, revolviéndole cariñosamente la espesa melena color miel y acariciándole el rostro al festejar sus ocurrencias.

Luego, con una nube rojiza cubriéndole los ojos y suspirando profundamente, se deja estar sobre el respaldo del asiento en la tibieza de la bruma en que se halla, desmadejada como una muñeca de trapo mientras ve como Angela, pasándole un brazo  sobre los hombros la aproxima a ella. Apoyando el pico del envase en sus labios y presionándolos rudamente, la obliga a abrirlos para sorber el líquido hirviente que la sofoca por su fuerte aroma a alcohol pero que ella bebe con sedienta gula.

Al comprobar que la joven ha escanciado totalmente el licor, deja de lado la petaca y mientras una de sus manos juguetea con los botones del vestido, la otra se desliza por sus espaldas para acariciar la nuca en el nacimiento de los hirsutos cabellos y tras unas leves manoseos a sus hombros, deposita un tierno beso sobre la piel del hombro.

Como volviendo de un profundo letargo, Laura abre los ojos, encontrando los de la joven fijos en ellos y su inmensidad marina, teñida por una luz especial que ella atribuye al alcohol, parece absorberla con el líquido insondable del verde abisal. Aun mareada, hundiéndose en ellos, a Laura le es imposible sustraerse a los insistentes llamados de sus más primitivas sensaciones que, como obedeciendo a un revolucionario clamor, brotan, crecen y se expanden por todas las fibras de su ser, a esa ovárica revuelta que oscurece la razón y la lógica con las más salvajes ansias de unirse a ese cuerpo que codicia. Es como si el agua de una fuente primigenia volviera a correr caudalosa por el cauce original.

Un inquietante polvo de mariposas parece recorrerla por entero para anidar luego en su vientre. Mira los pechos de Angela y de ellos semeja brotar una translúcida fosforescencia que deja adivinar el entramado de los fuertes músculos que los sostienen erguidos. Irrazonablemente inmóvil, se entrega mansamente a las caricias de Angela sin siquiera percibir cuándo ni cómo, de su cuerpo ha desaparecido todo vestigio de ropa y al recuperar su lucidez por un instante, se descubre acostada boca arriba en el asiento y el cuerpo opulento de Angela yace a su lado.

A pesar de que su imaginación es prolífica, nunca ha estado físicamente comprometida en situación amorosa o sexual alguna, pero ahora sus sentidos desbordados aceptan el convite de la otra mujer. Como atacadas por una fiebre maligna, manos y bocas se multiplican sobre la piel tocando, rozando, arañando, lamiendo y besando, pero sin concretar nada, sin siquiera aproximarse a los sitios secretos que, inevitablemente, derrumbarían los diques de la cordura. Brazos y piernas se entrelazan y retuercen, se anudan y desanudan, pero hay algo mágico entre los dos cuerpos, que las atrae y repele a la vez. Las pieles transpiradas cobran extraños reflejos dorados y los senos se bambolean en una suave levitación que sólo sirve para destacar toda su magnífica belleza.

Laura paladea esa piel con sabor a canela, hundiendo sus dedos entre aquellos muslos de espuma, de nubes, de flores y de luces. Roza esas caderas de abismo, fatales y palpitantes y los cuerpos manifiestan el inventario sin fin del deseo en el leve acezar de sus bocas, mimetizándose en el éxtasis del amor. El húmedo vello de su pubis, cual oro fragante de ásperos e íntimos aromas, se abre y cierra al compás del sexo palpitante, pulsante, en un movimiento de succión casi siniestro, buscando llenar ávidamente el vacío que lo habita.

Angela desciende a esas espesuras casi humeantes por los vapores que exhalan y a ese contacto, constelaciones luminosas circulan por su sangre con los humores del universo concentrados allí y una apoteosis de plenitud corretea por la espalda de la joven, arriba y abajo a lo largo del ondulante canal que se hace más profundo y oscuro al llegar a los glúteos. Las glándulas de Laura mandan secretas órdenes al cuerpo y las mucosas de la vagina escurren en espesos fluidos hacia los labios ardientes de la vulva.

 

Las manos de Angela se apoderan de su nuca y los dedos trabajan en ella mientras la boca besa la carne trémula del cuello y Laura tiene que sofocar el grito que puebla su garganta, crispada por el deseo, loco. Una música desconocida estalla en su cabeza y el tormento cambia de signo, diluyéndose en placer, gozo y tortura simultáneamente, al tiempo que acaricia con instintiva sabiduría las formas opulentas de Angela, acompañando fascinada cada uno de sus movimientos y los copia, los repite como una sombra sólida de ese deseo hecho carne.

Como un alud incontenible, prolifera la exuberancia de las caricias, cubriéndola de saliva, abrazada a sus muslos, trazando en la piel blanquecina las rojas estrías de sus uñas. Las dos mujeres se retuercen y sollozan a un tiempo, mientras que sus besos son cada vez más ardientes y, gimiendo voluptuosamente lanzan como un canto de amor, trémula nota del gozo fundiéndose en una sola forma, deslumbrantemente dichosa.

 

Cuando en el más alto nivel del clímax creen haber alcanzado la satisfacción plena, el deseo insano reaparece en la sangre con un brillo imperecedero para volver a saciarse hasta el límite de sus fuerzas y los cuerpos exánimes se encienden en la pasión más furiosa, con una avidez que nada ni nadie podría saciar.

Es la primera vez en su vida que recibe una caricia o un beso. Jamás sus padres han ido más allá de alguna amistosa palmada y desconoce el placer de ser amada, entregándose a esta desconocida con toda la pasión incontenible que su instinto le provoca. Las pieles fundidas, se escurren como el paso de un color a otro en deliciosas gradaciones para acceder al cuerpo ajeno sin dejar de ser ellas mismas, como a otra instancia de su propio ser. Están unidas por una única y salvaje energía que las recorre en un proceso incesante y, a medida que iluminan nuevas regiones desconocidas, las superan para abrir la incertidumbre de otras.

 

El contacto de sus cuerpos las deja presas del vértigo, se besan empapadas de sudor y sus carnes se convierten en una enorme esponja sumergida en un abismo sin ángulos, nada que impida la miscibilidad ilimitada de la materia. Dulcemente enronquecidas por un timbre voluptuoso, sus voces derraman súplicas obscenas invocando por la certidumbre de la cópula y los cuerpos vibrantes y brillosos se enredan con las lenguas morbosas en una lucha estéril en la que cada una pretende vencer y ser vencida simultáneamente.

Ambas se deslizan por un antro oscuro, cálido y húmedo, de tonalidades purpúreas, resbalando en el goce con el miedo de ser devoradas por esa vagina monstruosa, ese útero siniestro pleno de aromáticas mucosas del cual pugnan por salir sólo para volver a hollarlo y así, mientras se besan y acarician con desesperación, el gabinete parece desaparecer y las cosas se disuelven para dejarlas flotando en las tinieblas vivas de sus sexos.

El tren amplifica ese cadencioso golpetear de las ruedas y a su sonido las mujeres, totalmente desbocadas, con los hollares de sus narices dilatados por la emoción más salvaje, aspiran ansiosamente sus olores intensamente almizclados, sus sudores y hasta el violento olor de la saliva espesada por la angustia y como energizadas, sin una decisión explícita, dan fin a la impaciente y dulce espera.

 Angela toma entre sus manos el rostro convulsionado de la jovencita acariciando sus cortos cabellos rubios y deposita tiernamente sus labios sobre la frente de Laura. Rozando apenas la piel con la parte interior de sus labios entreabiertos baja hasta los ojos y allí enjuga las lágrimas de felicidad que esta no puede contener. Se escurre por las mejillas y roza, levemente, los labios jadeantes de la niña que a ese contacto se estremece como si un arma terrible la hubiese hendido.

Los labios de Angela tienen una cualidad táctil, una plasticidad que los hace maleables y como tentáculos le permiten abrazar y sorber con inopinada violencia, casi devorando. Súbitamente, los labios de Laura adquieren esa inusual habilidad y con profundos suspiros de satisfacción se suma al singular duelo en el que las bocas abiertas se prodigan en el doble intento de poseer y ser poseída. La lengua imperiosa de Angela penetra la boca con fiereza de combatiente enfrentando a la replegada de la joven, que esquiva los primeros embates de la invasora, para luego responder con dureza y atacarla a su vez con voracidad de ayuno.

Laura toma la nuca de la mujer por y desuniendo los labios, empeña su lengua chorreante de saliva en una lucha sin cuartel, prescindiendo de los labios. Este singular combate las sume durante minutos en una lucha feroz, salvaje, primitiva, elemental. Ambas jadean ahogadas por el abundante intercambio de salivas y se afanan en esa deliciosa tarea de lamer y chupar las lenguas como si de penes se tratase, obnubiladas por las desgarradoras convulsiones de sus vientres.

La lengua de Angela se desprende trabajosamente de los labios de la joven y comienza a recorrer la garganta de Laura mientras los labios succionan tenuemente y los dientes mordisquean apenas la tersa piel. Indolentemente, desciende a las laderas de los pechos y aguda como un áspid se aposenta sobre el agitado seno en círculos morosos que finalmente la llevan a adueñarse del tumefacto pezón, lamiéndolo primero con irritante lentitud para luego, cuando la joven arquea deseosa su cuerpo, envolverlo entre los labios succionándolo fieramente.

Estremeciéndose por el ansia del deseo y sumida en hondos ronquidos, Laura extiende sus manos, asiéndose de los colgantes y turgentes senos de la mujer, acariciándolos y estrujándolos con violencia mientras sus piernas se agitan convulsivamente, como buscando alivio al ardiente fuego que brota desde su vértice.

La boca de Angela, devenida en una especie de medusa glotona, recorre pertinaz cada uno de los pliegues del abdomen, chupando, lamiendo y sorbiendo como una ventosa la torturada piel. Se detiene por unos momentos a sorber el diminuto lago que se ha formado en el ombligo y se pasea por la dilatada comba del vientre hasta tomar contacto con el rubio vellón del sexo, totalmente empapado por la transpiración.

Angela se coloca invertida sobre el cuerpo de la joven y, tomándola de los muslos, separa y encoge las piernas, comenzando a besar suavemente las ingles, acercándose lentamente, casi con crueldad, al palpitante sexo de Laura que, arqueada y tensa como un arco, espera sentir en la vulva ese contacto desconocido que ahora desea.

Abriendo los ojos y viendo a cada lado de su cabeza los fuertes muslos de Angela, las sólidas nalgas ejercen tal atracción que alza la cabeza para comenzar a besarlas, lamerlas y chuparlas casi con devoción.

Entretanto, Angela separa con sus dedos los labios de la vulva y la lengua se apresura a instalarse sobre las irritadas y rosadas carnes del clítoris, para después envolverlo entre sus tiránicos labios, estirándolo rudamente.

Laura sacude espasmódicamente su pelvis, como apurando el momento de la penetración. La lengua avanza y penetra vibrante como la de un reptil los delicados pliegues de la vulva, baja hasta la prometedora cavidad de la vagina, excita sus carnosas crestas y con su punta engarfiada se desliza profundamente por las cálidas mucosas, sintiendo lo febril de sus paredes y finalmente, se escurre lentamente por el perineo, esa breve distancia altamente sensible que separa la vagina del ano, instalándose en la apertura marrón.

Las entrañas de Laura parecen disolverse en estallidos de placer casi agónicos y no pudiendo resistir por mas tiempo el influjo, hunde su boca rabiosa en el sexo de la mujer, lamiéndolo y sorbiendo con fruición los jugos íntimos de aquella, quien ha vuelto a concentrarse en esa fuente de placer inagotable que es el manojo de pieles que rodea y aloja al diminuto pene femenino. Las manos de las dos permanecen aferradas a las nalgas y los cuerpos conforman una ondulante masa que acompasa al ritmo de su vehemencia.

Ayuna de toda experiencia sexual, Laura ignora las sensaciones que acompañan al organismo cuando este se halla presto a la eyaculación y junto a las indescriptibles oleadas de placer que la inundan, siente como se acrecientan esas cosquillas que parecen perforar su zona lumbar. Intensas descargas eléctricas suben por la columna vertebral para instalarse en deslumbrantes chispazos de luz en su mente mientras que infinidad de pequeñísimos garfios parecen tironear de sus carnes para arrastrarlas hacia el caldero del sexo y en su vejiga crece la presión insatisfecha de unas ganas incontenibles de orinar; debatiéndose en brazos de Angela, busca con frenesí ese algo más, esa sensación inédita y presentida que la satisfaga.

Angela, sin dejar de succionar la vulva de la muchacha, mete muy suavemente dos dedos en la vagina virginal, desgarrando al casi inexistente himen, entrando y saliendo, rascando, hurgando y acariciando en todas direcciones sobre la plétora de mucosas de la vagina. Para reprimir los gritos que sofocan su garganta, Laura hunde con desesperación su boca en el sexo de la mujer, restregando rudamente contra él sus labios y lengua.

Angela parece haber perdido el control de sus actos e incrementando la penetración, logra que tres de los delgados dedos ahusados se hundan en el canal vaginal en un alucinante vaivén que lleva a la muchacha a emitir fuertes gritos de satisfacción. Reclamándole por más, siente que la intensidad del placer la lleva a clavar, rugiente, sus agudos dientes en el muslo de Angela, percibiendo que en su interior todo parece llegar a una situación límite y, tras envarar su cuerpo por la tensión acumulada, siente correr los jugos que parecen vaciar sus entrañas y como fulminada, se desploma exánime.

 

Angela, aun excitada y respirando afanosamente por entre sus dientes apretados, sin haber alcanzado su orgasmo, acomoda sobre sus muslos a la jovencita y con la rubia cabeza descansando sobre sus hombros, la acuna dulcemente como si fuera una criatura, enjugando con sus besos los restos de sudor y flujo del rostro. Cuando la joven, con un suspiro y un gemido mimosos, abre los ojos, mirándola con tanta angustia reprimida no puede evitar el roce de sus labios con los tumefactos de Laura, sintiendo que el vaho ardiente de sus alientos se funde en uno solo y entonces, la lengua de Angela sale de su encierro, penetrando la boca ávida y la joven envara inconscientemente la suya que sale al encuentro como si fuera un miembro, sumiéndose en un feroz combate.

Tremolantes, vibrátiles, con las puntas engarfiadas chorreantes de cálidas salivas que las ahogan, se hostigan reciamente hasta que las bocas sedientas se funden en una sola, profunda y espasmódica succión. De sus cuerpos brotan verdaderos manantiales de transpiración y sus bramidos van llenando todo el pequeño ámbito del camarote, mientras las dos vuelven a prodigarse en caricias, apretujones y chupones que dejan cárdenos y redondos hematomas, marcando sanguinolentas estrías con sus arañazos desesperados.

Laura se precipita golosa sobre los hermosos senos de Angela, extasiándose en el goce de sentir en su lengua la profusamente granulada superficie de las aureolas y los duros pezones. Como una flor carnívora, la boca toda se apodera de un seno lamiendo y chupando con ternura, mordisqueando la carne estremecida mientras su mano se entretiene estrujando entre sus dedos al otro pezón. Ante esa sorpresiva respuesta de la jovencita, Angela desliza su mano por el profundo surco de la meseta de su vientre, recorriendo tenuemente el casi invisible vello dorado que lo puebla, marcando el camino hacia la estremecida colina del placer.

Llega hasta las ingles y desde allí avanza hacia las rodillas rasguñando levemente la tersa piel del interior de los muslos con el filo de sus uñas, para volver lentamente hasta el vientre. Las sensitivas yemas escalan la colina de oro brillante y con una lentitud exasperante, se animan a introducirse en el predispuesto ámbito caliginoso. Separando los labios, escudriñan prudentes a todo lo largo de los pliegues y luego, como intrusos, se pierden en el hueco que late en la búsqueda inútil de un miembro inexistente y en ese canal ardiente de rugosa y anillada superficie, buscan ese lugar preciso que aliena la razón en un vaivén hipnótico, lento y profundo, que va sumiéndola en una dulce pérdida de los sentidos y las bocas vuelven a soldarse, casi mecánicamente.

Por un momento todo parece detenerse, creando un suspenso impredecible, pero de pronto, las dos mujeres se abalanzan una contra la otra, acometiéndose bestialmente y se estrechan en un apretadísimo abrazo, confundidos la risa con el llanto, las lágrimas con las carcajadas. Los cuerpos se estriegan el uno contra el otro produciendo aceitosos chasquidos al resbalar las carnes transpiradas, los senos golpean contra los senos, las piernas se entrelazan y las manos engarfiadas en los glúteos, obligan a los sexos a enzarzarse en una refriega tan incruenta como inútil.

Riendo como locas, se abrazan convulsivamente y buscan con sus bocas, cual oníricos vampiros, el cuello de la otra y allí se extasían, chupando, besando y mordiéndose hasta que parecen encontrar la calma.

Laura se deshace del abrazo y empujando a la mujer sobre el asiento, se acuesta sobre ella pasando su boca enloquecida por los músculos de su vientre, yendo con premura en busca del sexo. Con sus manos, encoge y abre las piernas y la lengua frenética se extasía en las ingles de Angela, hasta que los dedos índice de sus manos abren los labios de la vulva depilada y con los labios va aferrando los pliegues en un mosdisqueo juguetón mientras sus papilas degustan los picantes fluidos internos. Toma al endurecido clítoris entre sus dedos índice y pulgar, retorciéndolo rudamente y la punta saliente es fustigada por la lengua.

Lentamente explora las anfractuosidades del sexo y se entretiene sorbiendo los alrededores de la apertura generosa de la vagina con sus gruesas crestas carneas, en tanto que el dedo pulgar sigue estregando dolorosamente al clítoris. Angela se debate con verdadera lascivia y con sus manos acomoda mejor la cabeza de la jovencita contra su sexo. Laura levanta con sus manos las nalgas de la mujer y la boca, lentamente, abreva en la hendedura llena de flujo vaginal y saliva. En su angurriento succionar la lengua de Laura llega hasta el negro y fruncido agujero del ano y escarba con tal empeño en él, que este se dilata mansamente y su punta lo penetra, dejándole un sabor amargo en las papilas.

Totalmente fuera de sus cabales por la deliciosa caricia, Angela se masturbaba restregándose el sexo y en medio de rugidos y estertores, le suplica a la niña que la penetre. Laura se acomoda de lado y la boca vuelve a posesionarse del clítoris. Ahusando sus finísimos dedos como antes lo hiciera Angela, los va introduciendo, poco a poco, en un suave vaivén al canal vaginal colmado de espesos humores tibios que a su paso se dilata mansamente para luego ceñirlos con sus músculos como si fuera una mano, acompasando ese movimiento de aferrar y soltar al de la penetración que se acentúa cuando comienza a agitar su pelvis, primero con suavidad y luego con ahínco, aferrándose a la cabeza de Laura. El éxtasis las envuelve y se debaten como dos luchadores, hasta que ambas, agotadas de incontables eyaculaciones y envueltas en un sopor gozoso, entrelazan los cuerpos y se dejan estar, como fusiladas.

El intenso trajín ha dejado exhausta a Laura y aprovechando esa momentánea inconsciencia suya, la mujer golpea contra la pared del camarote vecino. Abriendo la puerta, deja entrar a dos hombres que tras cerrar con el pestillo, se desnudan rápidamente.

Aletargada e inmersa en una nube de algodón, Laura siente como Angela le acaricia la nuca y busca imperiosamente la boca con la sierpe de su lengua, trabándose en recio combate con la suya. La mano de la mujer se desliza ágilmente por el cuerpo de la jovencita que vuelve a encenderse en llamas, debatiéndose con desesperación. Los dedos de Angela soban, estrujan y penetran cada rendija u oquedad de las carnes y ella se deja estar flojamente, a la espera de que aquella recomience pero, de alguna manera desconocida para ella, es una boca masculina la que se ha apoderado de su sexo, succionando aviesamente al clítoris con una violencia que la desconcierta pero a la vez la enardece y en respuesta al ondular de su pelvis, dos gruesos dedos de hombre se hunden firmemente en el interior de la vagina.

Ante la reacción descontrolada de la jovencita, otro hombre se sienta a horcajadas sobre su pecho y coloca un miembro descomunal entre sus senos, a los que presiona entre las manos encerrando al falo para comenzar un suave hamacarse en lenta masturbación. Laura siente como el falo, sin otra lubricación que su sudor, se frota reciamente contra la piel, provocando en el hombre una agresión que estimula su deseo.

El que está entre sus piernas demuestra ser un experto con los dedos y el trabajo de la boca en su sexo la lleva a la pérdida absoluta de control. Sabe y siente dolorosamente que está siendo violada, pero eso, en vez de espantarla, enciende nuevamente las ascuas del fogón vaginal y su pelvis comienza a agitarse en espasmos que se transmiten a su vientre, alzando las piernas encogidas con loca ansiedad.

Viendo su desesperación, el hombre se endereza y tomando el pene entre las manos, lo restriega vigorosamente contra el sexo mojado haciéndole abrir desmesuradamente las piernas y hamacar sus caderas. Entonces, hunde hasta lo más hondo el falo y la niña se siente superada por el dolor que esta penetración le provoca, estallando en angustiosos gemidos. El tamaño del pene destroza cuanto encuentra a su paso y el sufrimiento de Laura va transformándose en un goce locamente angustioso. Súbitamente, desprende las manos del otro hombre de sus pechos y ase la verga con las dos manos acercándola hasta su boca para comenzar a lamerla, besarla y chuparla introduciéndola lentamente en la boca hasta sentirla totalmente llena y, apretándola entre sus labios, comienza a succionarla con ansias.

La situación inédita saca de quicio a Laura que siente su cuerpo sacudido por estremecimientos y contracciones que no puede controlar: Oleadas alternativas de calor y frío la inundan y su cerebro, nublado el entendimiento, parece querer explotar. El hombre sobre su pecho la ha aferrado por los cabellos y sacude su cabeza mientras la penetra como si fuera un sexo. Laura alterna los ahogados gemidos de satisfacción  con explícitas solicitudes de que la penetren aun con más profundidad, reclamándoles por sus eyaculaciones y su orgasmo.

Esa vorágine de sexo se prolonga aun por un rato más, hasta que Laura siente como en la erupción de un volcán, una catarata de nuevas sensaciones que se derrama junto al baño seminal del hombre que la penetra por el sexo. Cuando todavía no han concluido los embates finales, el otro aferra su verga entre los dedos para evitar la prematura eyaculación e introduce el glande profundamente en su boca y entonces sí, al aflojar la presión, una explosión del almendrado esperma estalla en su boca que, semi ahogada, se apresura a tragar la melosa leche, sorbiendo hasta la última gota que chorrea entre sus labios.

Mientras ella aceza entrecortadamente sobre el asiento, uno de ellos, sentándose a su lado, utiliza sus muslos como almohada para hacerle descansarla cabeza sobre ellos y presiona contra sus labios otra petaca de metal, haciéndole tragar una nueva ración del ardiente licor que ella apura a grandes tragos, a sabiendas que aquello le hará enfrentar sin arrepentimientos todo cuanto vaya a suceder.

Apresando su cabeza, el hombre acerca a sus labios la fláccida masa de su miembro, incitándola a que lo chupe. Ella proyecta su lengua y, mientras lame glotonamente la cabeza y el prepucio de la verga, su mano va acariciándola en lenta masturbación, consiguiendo que vaya adquiriendo mayor volumen. En vista de su predisposición, el otro hombre le abre las piernas e introduce en su vagina un miembro no demasiado erecto que, con ese estímulo va cobrando tamaño. Ya totalmente endurecido, la aferra por las caderas y el príapo penetra el sexo hasta que su pelvis golpea contra las nalgas de la joven, a la que la fuerte penetración enardece y con un rugido satisfecho, proyecta sus caderas en un violento ondular contra el cuerpo del hombre al tiempo que arremete con fiereza contra el falo del primero, succionándolo duramente, apretando sus labios sobre la barra de carne y sus dientes, mordisqueándola, su arrastran hasta el sensible glande.

El que la está penetrando parece enloquecer por su actitud lasciva; arremetiendo contra su sexo, retira el falo para volverla a penetrar y para ella, cada vez es como la primera. Los músculos de su vagina se contraen al salir el pene para ofrecerle seria resistencia en su nueva penetración que hace al hombre redoblar sus esfuerzos en la agresión.

Laura ha alzado su grupa ofreciendo el esplendor de sus glúteos a la cópula mientras el chas-chas de las carnes mojadas golpeándose la enajena aun más y meneando sus caderas, acelera el roce de sus dedos sobre el falo mientras que labios y lengua no se dan abasto, chupando y lamiendo. De su boca, hasta hace poco virginal, escapan profundos gemidos de placer, dolor y satisfacción, dejando manar desde sus labios una baba espesa que chorrea a lo largo del miembro masculino.

El hombre saca el falo de su vagina y, sin hesitar, lo hunde violentamente en su ano, arrancando a la niña un irrefrenable alarido de dolor que sofoca entre sollozos. Como si esa nueva penetración hiciera estallar la lujuria larvada de su mente, se afana aun más sobre el miembro, hasta que, como de un surtidor brota el espeso semen fluyendo por los dedos de Laura que, lame ansiosamente y sorbe con premura la cremosidad del esperma, sintiendo como el otro hombre inunda su recto con la calidez seminal y en su bajo vientre explotan intensas oleadas de calor junto a esas ganas incontinentes de orinar, sin concretarse.

Aun en reposo y con su vientre sacudiéndose en espasmódicas contracciones, exuda perturbadores aromas de sexo y sudor, El cuerpo de la jovencita emite un magnetismo sexual al que es imposible sustraerse y Angela, nuevamente encendida por la salvaje violación de los hombres a la niña, toma tímidamente la mano de Laura que descansa sobre uno de sus pechos. Besándola con inusitada ternura, se encuentra con los ojos de la joven velados por las lágrimas pero en cuya mirada animal hay tal intensidad de angustia histérica sin satisfacer que, extendiendo su mano, roza apenas los pezones aun inflamados, a cuyo contacto la niña se estremece como bajo el efecto de una corriente eléctrica y las dos a la vez, lanzan un quejumbroso ronquido.

La mano parece cobrar coraje y más dedos se suman a la caricia de ambos senos, cuyas carnes firmes tiemblan en gelatinosas convulsiones y es la mano de Laura la que atrae su cabeza contra los pechos. La boca golosa envuelve a uno de los pezones, succionándolo levemente y la lengua lo fustiga con cierta premura. La ahora experimentada jovencita, guía la cabeza de Angela y las manos de esta, ya totalmente encendida estrujan entre sus dedos los ardientes pechos, lamiéndolos con vehemencia pero las manos de Laura comienzan a empujar hacia abajo la cabeza de la mujer, agitando sus piernas abiertas, haciendo que su boca recorra el vientre para luego tomar contacto con el rubio vellón húmedo de transpiración y semen.

Angela se acaballa sobre el cuerpo de Laura y la boca comienza a besar y lamer la dilatada vulva. La lengua corre tremolante sobre el sexo y la hendedura entre los glúteos, fustigando la hollada apertura del ano y finalmente, se aloja en el sexo, buscando con fruición al castigado clítoris, succionándolo con saña.

En medio de gemidos guturales, Laura se acomoda mejor debajo de la otra mujer y su boca busca el sexo, lamiéndolo con furor. Ambas mujeres concentran sus esfuerzos en excitar al sensible manojo de pliegues del carnoso clítoris y convergen al oscuro agujero de las vaginas. Ante el placer que la mujer le hace experimentar escarbando con sus dedos las carnes laceradas de su interior, Laura parece querer disolverse en estallidos de un placer salvajemente agónico.

El flujo y la saliva empapan los sexos y rostros de las dos que, al borde de la histeria, sacuden sus cabezas, estregando lenguas, labios y dientes sobre las vulvas, como si pretendieran penetrar la materia. Cuando Angela clava el filo de sus uñas en los pezones, rasguñándola con sañuda fiereza, ese dolor nuevo acelera sus ansias desesperadas y de pronto, siente como una mano brutal la toma por los cabellos, obligándola a acostarse sobre la alfombra. Como si fuera una muñeca, uno de los hombres le levanta las piernas para luego plegarlas contra sus hombros, indicándole que las mantenga así con sus manos. Apoyada sobre sus hombros, sostiene el peso de su cuerpo que ha quedado casi vertical.

Al sentir el falo restregándose sobre la profunda hendedura entre sus nalgas, involuntariamente se angula aun más, facilitando la penetración del príapo que, sin embargo, se entretiene durante un momento en un fortísimo movimiento, recorriendo desde el peludo Monte de Venus hasta más allá del ano mientras su sexo palpitante, pulsante, en un movimiento de succión casi siniestro, busca ávidamente llenar el vacío que lo habita.

El hombre, acuclillado y con las piernas abiertas flexionadas, va hundiendo el falo en la vagina que cede complacida a esa exigencia y entonces él lo retira para volver a penetrarla, lenta y profundamente. Los músculos doloridos buscan instintivamente una defensa y se contraen, dificultando la penetración, para luego ceder a la presión y permitir que la verga se deslice hasta chocar contra el fondo del útero. Los profundos gemidos de dolor y placer de Laura parecen constituirse en un acicate para el hombre que repite más de una docena de veces esa penetración, mirando extasiado como los esfínteres de la vagina permanecen durante unos momentos dilatados después que él retira el falo, dejando ver la hondura profundamente rosada del interior, para luego volver a contraerse.

 

Con los ojos cerrados para sentir mejor el placer de la penetración, Laura repara en que el hombre no la ha vuelto a penetrar y, al observar por sobre la perspectiva de los senos y el sexo, ve como este es reemplazado por el otro. Sin ningún miramiento, este hunde el grueso falo en su sexo, sólo humedeciéndolo con sus mucosas para luego, perfectamente lubricado, apoyarlo sobre la rosada cavidad del ano y lentamente, penetrarla sin apuro, iniciando un perturbador vaivén que a medida que se acreciente, levanta en Laura simultaneas olas de dolor y placer.  Durante largos minutos ambos se van alternando en la penetración del ano y el sexo reservando sus fuerzas, mientras ella se prodiga en múltiples eyaculaciones que la agotan.

Cuando sus piernas tiemblan por la tensión de los muslos encogidos y los músculos parecen no aguantar más, los hombres la hacen sentarse sobre la butaca y parándose frente a ella, enlazando sus brazos a la cintura, acercan a la boca los miembros chorreantes de sus propios fluidos.

 

Ella separa los labios y, tomándolos entre sus manos, va limpiándolos con la lengua que penetra los suaves pliegues del prepucio y el profundo surco debajo del glande mientras los dedos envuelven como anillos las carnes de los falos, masturbándolos, alternándose con la boca en cada uno. Esto va acelerándose hasta que en una especie de paroxismo, manos y boca parecen multiplicarse y en medio de los bramidos de los hombres, el semen comienza a brotar de los falos, enloqueciendo a la muchacha que va del uno al otro sorbiendo angustiosamente y empalando con su lengua al esperma que, en medio de impetuosos chorros salpica su cara, deslizándose hasta su mentón para gotear finalmente sobre sus senos.

Recostada en el asiento, Laura permanece como alelada, sus inmensos ojos dilatados mirando a la nada del blanco cielo raso, como sumida en un estupor del que se niega a regresar, incapaz de creer todo lo que a vivido en tan corto tiempo y lo que aun siente revolviéndose en sus entrañas. Con el cuerpo derrengado, huérfana de fuerzas, solo atina a alzar la cabeza para buscar a Angela con la mirada. El hermoso rostro de la genovesa parece resplandecer de satisfacción y sus labios lujuriosos dejan ver el esbozo de una sonrisa perversa.

Acomodándose a su lado, pasa sus manos sobre el torso usando como crema la pringosidad del semen, haciéndola vibrar de ansiedad. Con sus labios entreabiertos besa los de la muchacha y la lengua explora su boca con urgente suavidad, logrando que esta la abrace, sumergiéndose en un torbellino de besos, caricias y ronroneos amorosos. Con el brasero de su sexo a pleno, la mujer va abrevando en los pechos de la niña, alternando los besos y chupones con el estrujamiento de los pezones.

Nuevamente, dos dedos de la mujer se deslizan imperiosos en su sexo, penetrándola profunda y salvajemente. Laura siente que sus entrañas se desgarran por el intenso rascar sobre las excoriaciones que produjeran los falos y Angela, sin dejar de penetrarla, desciende con su boca por el vientre y finalmente se aposenta sobre el traqueteado clítoris.

Con tanto trajín, la vulva se ha hinchado, aumentando su tamaño de forma extraordinaria y el interior de la ardiente rendija, antes suavemente rosado, ha devenido en un rojo intenso casi violeta mientras el órgano todo se ofrece como una flor. El triángulo carnoso, ya un verdadero pene en miniatura, ofrece su vértice inflamado, vibrante y erecto; Angela lo toma entre sus labios, lo estimula sorbiéndolo y la lengua lo masajea frenéticamente en tanto que la mano, con un suave movimiento giratorio, penetra profundamente la irritada vagina. Los gritos y gemidos de Laura se agolpan en su pecho, como no pudiendo dar rienda suelta a la evidencia del placer inmenso que esa soberbia caricia le provoca.

Con sumo cuidado, Angela la coloca de lado para, sin sacar la mano, hacerle encoger la pierna derecha contra su pecho y profundiza la penetración hasta lo imposible. Haciéndola arrodillar, hunde tres dedos en la vagina y dando un suave vaivén a su pelvis contra el dorso de la mano, la va penetrando como si fuera un miembro y, mientras la muchacha sofoca sus gritos contra la pana del asiento, acaricia el nacimiento de las opulentas nalgas e intenta penetrarla, llevando su dedo pulgar a excitar la fruncida entrada del ano.

Aunque han sido hollados por las vergas masculinas, los esfínteres juveniles parecen negarse al dedo invasor, pero repentinamente, se dilatan sumisos y un goce similar al de los falos la va invadiendo. Comprobando su complacencia, Angela introduce dos de sus largos y fibrosos dedos rascando en el interior de la tripa y entonces la joven suelta un grito estridente, mezcla de asombro, dolor y placer para luego empujar su vientre hacia abajo y elevar las ancas en franco ofrecimiento a la penetración.

Los dedos socavan aun con más fuerza al recto, imprimiéndole un movimiento giratorio que la hace prorrumpir en soeces exclamaciones de alegría, debatiéndose contra la tela, mortificando sus senos y tratando de contener esa convulsiva agitación que naciendo desde su sexo, trepa imperiosa por la columna para agolparse en la nuca, latiendo sordamente y a punto de explotar.

Los dedos de Angela incrementan el ritmo, entrando y saliendo y mientras acompaña a esa penetración flexionando brazos y piernas, Laura se hamaca vigorosamente para favorecer la intensidad del roce. Nuevamente siente esa sensación de extrañamiento, de éxtasis enajenante que la comienza a invadir y mientras se va hundiendo en una nube de dulce inconsciencia, su vientre da suelta a la marea del orgasmo.

 

Perdida toda noción del tiempo, no sabe cuanto ha dormido pero es nuevamente el ardor del licor deslizándose en su garganta el que la saca de su desvanecimiento. Con verdadera gula, abre la boca y encierra entre sus labios el pico del envase, sorbiendo golosa y saboreando con deleite el líquido que la ha llevado a disfrutar de las más altas cumbres del placer.

Tras hacerle tomar varios tragos, el hombre se acuesta en el asiento y haciendo que ella se acaballe sobre él, toma sus nalgas entre las manos de forma tal que su sexo se restriegue apretadamente contra el suyo que va adquiriendo rigidez. Al sentir la dura verga contra la vulva, se desprende de sus brazos y ahorcajándose sobre él, toma al pene entre sus dedos y sin hesitar lo emboca en la vagina, dejándose caer con todo el peso de su cuerpo.

El duro príapo parece hender como una espada la carne trajinada de la vagina de Laura que, al sentir el poderoso empuje, un puede reprimir un grito de gozoso dolor. Ponderando el grado de dureza de la verga, flexiona las piernas para elevarse y así iniciar un desenfrenado acople con el hombre que se acomoda al rítmico galope, yendo al encuentro del sexo femenino cuando aquel baja y retrocediendo cuando sube. Totalmente fuera de sí, Laura estimula su clítoris con una mano y la otra se clava en sus propios pezones.

Por su cuerpo enfebrecido se escurren verdaderos ríos de transpiración que confluyen, inevitablemente, hacia su sexo y ano, en tanto que de su garganta surgen roncos bramidos de placer.

El hombre estira sus manos y asiendo los senos de la joven, aproximándola a su cuerpo, soba y retuerce los pezones entre sus dedos intensamente mientras la lengua busca tomar contacto con su boca. Con los ojos en blanco, pestañeando fuertemente para mantener la conciencia y ahogada por su propia saliva, sin poder creer resistir tanto placer por más tiempo, siente como el otro hombre, acomodándose detrás de ella, lentamente, poco a poco, va penetrando el ano.

Los ojos de Laura, cerrados momentáneamente por el goce, se abren de pronto y la boca ensaya un rictus de alarido que nunca se concreta. Las dos vergas enormes llenan sus entrañas y, aunque su presencia simultánea le resulta tan extraña como todo lo que ha sucedido, no le es incomoda o ingrata. La contradanza de ambos miembros en su interior, eleva sus sensaciones a niveles que nunca hubiera podido imaginar y mucho menos disfrutar.

Los cuerpos de los tres amantes parecen cargados de una energía, un magnetismo, que mete miedo. Desorbitados, fuera de sí, bañados en transpiración y jugos corporales, están enfrascados en una recia batalla destructiva, en la que la pasión se mezcla con el sadismo; los hombres maltratan las carnes doloridas de la niña como si quisieran destrozarla y aquella, a través de su cuerpo castigado, con las entrañas desgarradas y la piel dolorida de tanto manoseo, encuentra un grado de placer que la lleva a la alienación.

Lentamente, el hombre que la penetra desde atrás va incorporándose y el otro, sin salir de su sexo, lo acompaña, asiéndose de los colgantes y turgentes senos de la mujer, acariciándolos y estrujándolos con violencia. Laura sólo deja escapar débiles maullidos de su garganta enronquecida, sintiendo como los dos falos flagelan sus entrañas, tan juntos que la débil pared membranosa que los separa pareciera no existir.

Cuando los hombres están a punto de eyacular, Angela le alcanza al que esta detrás una de sus corbatas y aquel la anuda alrededor del cuello de la niña. Comenzando la estrangulación y al tiempo que la va apretando, se pone de pie hasta que la  joven queda suspendida en el aire sostenida por el falo en el ano y la tela que la asfixia mientras sus manos tratan inútilmente  de arrancar la corbata. A medida que la seda se incrusta en la carne, destrozándole la tráquea, el cuerpo comienza a sacudirse en una violenta serie de convulsiones espasmódicas y sus piernas se agitan vanamente en el aire, sostenidas por el poderoso cuerpo del hombre.

 Boqueando en busca de un poco de aire, alcanza a divisar veladamente a través de las lágrimas los primeros suburbios de Milán que son inmediatamente suplantados por una funesta bruma morada que extraña su entendimiento y el cuerpo relajado se desploma exánime sobre la alfombra mientras los esfínteres, dilatados por la agonía de la muerte, dejan escapar la riada  póstuma de humores, orina y heces de la virginal  criatura.

 

 

 

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